domingo, 28 de febrero de 2010

La tradición del teatro como Arte

Se nos ha dicho que el teatro siempre está muriendo. Y es cierto, y en vez de quitarle importancia, deberíamos comprenderlo. El teatro es una expresión de nuestra vida onírica, de nuestras aspiraciones inconscientes. El teatro responde a lo mejor de nuestra sociedad, a lo más turbado, a lo más visionario. Conforme la sociedad cambia, cambia el teatro.

Los trabajadores del teatro —actores, escritores, directores, profesores— se ven atraídos a él no por una predilección intelectual, sino por necesidad. Nos vemos empujados al teatro por nuestra necesidad de expresar —nuestra necesidad de responder a los interrogantes de nuestras vidas— las cuestiones del tiempo en que vivimos. De este momento.
El artista dramático desempeña en la sociedad la misma función que los sueños en nuestra vida subconsciente; la vida subconsciente del individuo. Se nos elige para que suministremos los sueños del cuerpo político, somos los hacedores de sueños de la sociedad. Aquello que representamos, diseñamos, escribimos, no proviene de una fantasía individual carente de sentido, sino del alma de los tiempos, esa alma que se observa y se expresa en el artista.  El artista es el explorador avanzado de la conciencia social. Como tal, muchas veces sus primero informes no son creídos. Más tarde esos informes pueden ser aplaudidos y luego, tal vez, sacralizados, lo que equivale a decir esterilizados: se los juzga descriptivos, no de una realidad exterior, sino del curioso y personal estado mental del artista. Más tarde aún, tanto los informes como el artista pueden ser desechados, pues lo que dicen es tan trillado que resulta inútil.
No es el teatro el que está muriendo, sino los hombres y mujeres: la sociedad. Y mientras ésta muere, aparece un nuevo grupo de exploradores, artistas, cuyos informes son repudiados, luego sacralizados, luego repudiados. El teatro está siempre muriendo porque la inspiración artística no puede ser inculcada; sólo puede ser alimentada. La mayoría de las instituciones teatrales no sobrevive creativamente más allá de una generación. Cuando desaparece la necesidad que les dio origen sólo queda una cáscara vacía. La codificación de una visión, que no es visión en absoluto.

El impulso artístico —el impulso de crear— se convierte en el impulso institucional —el impulso de conservar— y ambos son antitéticos.

¿Qué puede conservarse? ¿Qué puede comunicarse de una generación a la siguiente?

Filosofía. Moral. Estética.

Todo esto puede expresarse por medio de una técnica, en aquellas disciplinas que permiten al artista responder veraz, plena y amorosamente a aquello, sea lo que fuere, que él o ella desea expresar. Estas disciplinas —las disciplinas del teatro— no pueden comunicarse intelectualmente. Deben aprenderse de primera mano mediante una larga práctica bajo la tutela de alguien que las haya aprendido de primera mano. Deben aprenderse de un artista.

Las disciplinas del teatro deben aprenderse practicando con, y emulando a, aquellas personas que son capaces de emplearlas. Esto es lo que puede y debe transmitirse de una generación a la siguiente. La técnica, el conocimiento de cómo traducir el deseo incipiente en una acción nítida, una acción capaz de comunicarse por sí misma al público.

Esta técnica, esta atención, este amor a la precisión, a la nitidez, este amor al teatro, es el mejor camino, porque es amor al público, a aquello que une al actor y la sala: un deseo de compartir algo que todos saben que es cierto. Sin técnica, es decir, sin filosofía, la actuación no puede ser arte. Y si no puede ser arte, tenemos un grave problema.

Vivimos en un país analfabeto. Los medios de comunicación de masas —incluido el teatro comercial— comercian con lo más bajo de la experiencia humana, y en último término, nos envilecen a todos por el puro peso de su insensatez. Toda reiteración de la idea de que nada importa envilece el espíritu humano. Toda reiteración de la idea de que en la vida humana no hay drama, sino sólo dramatización, de que no hay tragedia, sino sólo desgracias inexplicables, nos envilece. Porque niega lo que sabemos que es verdad. Al negar lo que sabemos, somos como una nación que no puede recordar sus sueños; como una persona desdichada que no puede recordar sus sueños y por eso niega soñar, y niega que existan cosas tales como los sueños.

Al aceptar nuestra desdicha nos estamos destruyendo a nosotros mismos. Nos destruimos a nosotros mismos cuando aprobamos que se acepte el olvido en la televisión, en el cine y en la escena.

¿Quién alzará su voz? ¿Quién hablará en nombre del espíritu humano?

¿Quién es capaz de ser oído? ¿De ser aceptado? ¿De ser creído? Solamente la persona que habla sin motivos ocultos, sin esperanza de obtener beneficios, incluso sin el deseo de cambiar, con el único deseo de crear. El artista. El actor. El actor entrenado y vigoroso, dedicado a la idea de que el teatro es el lugar al que vamos a escuchar la verdad y equipado con la capacidad técnica de hablar con sencillez y claridad.

Si esperamos que el actor, el artista de teatro, tenga la fortaleza de decir no a la televisión, de decir no a aquello que envilece, y de decir sí al escenario —a ese escenario que es el proponente de la vida del alma—, ese actor deberá ser entrenado y respaldado concretamente para sus esfuerzos. No se puede esperar que alguien renuncie incluso al magro consuelo del éxito financiero y la aclamación crítica (al aún más magro —y más extendido— consuelo de la esperanza de alcanzar estas cosas) si no se le muestra otra cosa mejor.

Debemos apoyarnos mutuamente y de manera concreta en la búsqueda del conocimiento artístico, en la lucha por crear.

Debemos apoyarnos en las cosas que decimos, en las cosas que elegimos producir, en las cosas a las que elegimos asistir, en las cosas que elegimos sostener.

Sólo elecciones activas por nuestra parte sacarán al teatro, el auténtico teatro, el teatro no comercial, del reino de las buenas obras y lo colocarán en el mundo del arte; un arte cuyos beneficios nos alentarán, nos confortarán y cuidarán de nosotros y elevarán nuestra alma sobre estos tristes tiempos. Ahora tenemos la oportunidad de crear un teatro nuevo y de respaldar una tradición de teatro, una tradición de verdadera creación.

Se cuenta que un alumno fue a ver a Evgeny Vajtangov, un actor del Teatro Artístico de Moscú que había fundado su propio estudio para dirigir y enseñar, y le dijo: “Vajtangov, trabaja usted mucho y con muy poca recompensa. Debería usted tener su propio teatro”.

Vajtangov respondió: “¿Sabe quién tenía su propio teatro? Antón Chéjov”.

“Sí”, admitió el alumno. “Chéjov tenía el Teatro Artístico. El Teatro Artístico de Moscú”.

“No”, repitió Vajtangov, “quiero decir que Chéjov tenía su propio teatro. El Teatro que llevaba en su corazón y que sólo él podía ver”.

La grandeza de Sanford Meisner consiste en que durante cincuenta años se ha dedicado a enseñar y preparar a la gente para trabajar en un teatro que sólo él veía, que sólo existía en su corazón.
El resultado de sus esfuerzos se ve en la realidad de la Neigh­borhood Playhouse School, en el trabajo de sus alumnos y en los primeros pasos de la Playhouse Repertory Company. Muchos de nosotros hemos acudido aquí esta noche para pagar en parte la deuda contraída con el señor Meisner y, más importante, con la misma tradición con que él está en deuda: la tradición del teatro como arte. La tradición del teatro como el lugar al que vamos para oír la verdad.



Artículo de David Mamet. Extraido de la revista literaria El Malpensante, Colombia.

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